el campeón

07 agosto 2009

5 (Jack Kerouac)

El coche pertenecía a un maricón alto y delgado que volvía a su casa de Kansas y llevaba gafas de sol negras y conducía con extremada prudencia; el coche era lo que Dean llamaba un “Plymouth marica”; carecía de aceleración y de auténtica potencia.

—¡Un coche afeminado! –me susurró Dean al oído. Iban otros dos pasajeros, una pareja de típicos turistas de medio pelo que querían detenerse y dormir en todas partes. La primera parada fue en Sacramento, que no era ni siquiera el comienzo de nuestro viaje a Dénver. Dean y yo íbamos en el asiento de atrás solos, les dejábamos dirigir a los otros y hablábamos.

—Mira, tío, aquel saxo alto de anoche LO tenía… lo encontró y ya no lo soltó. Nunca he visto a un tipo que pudiera retenerlo tanto tiempo.
Yo quería saber qué significaba ese “LO”. Dean se echó a reír.

—¡Bueno, tío! Me estás preguntando sobre imponderables… Verás, hay un tipo y todo el mundo estaba allí, ¿cierto? Le toca exponer lo que todos tienen dentro de la cabeza. Empieza el primer tema, después desarrolla las ideas, y la gente sí, sí, y lo consigue, y entonces sigue su destino y tiene que tocar de acuerdo a ese destino. De repente, en algún momento en medio del tema lo coge… todos levantan la vista y se dan cuenta: le escuchan: él acelera y sigue. El tiempo se detiene. Llena el espacio vacío con la sustancia de nuestras vidas, confesiones de sus entrañas, recuerdos de ideas, refundiciones de antiguos sonidos. Tiene que tocar cruzando puentes y volviendo, y lo hace con tan infinito sentimiento, con tan profunda exploración del alma a través del tema del momento que todo el mundo sabe que lo que importa no es el tema sino LO que ha cogido… –Dean no pudo continuar; sudaba al hablar de aquello.

Entonces empecé a hablar: nunca había hablado tanto en toda mi vida. Le conté a Dean que cuando era niño e iba en coche solía imaginarme que llevaba una enorme guadaña en la mano y que cortaba con ella todos los árboles y postes y hasta los montes que desfilaban por delante de la ventanilla.

—Sí, sí –gritó Dean–. Yo también solía hacer eso, sólo que con una guadaña diferente… verás por qué. Como viajaba por el Oeste, a través de enormes inmensidades, mi guadaña tenía que ser inconmensurablemente más larga y tenía que alcanzar hasta montañas muy distantes para cortarles la cumbre, e incluso tenía que llegar hasta montes mucho más lejanos y al tiempo cortar todos los postes de la carretera. Por eso… sí, tío, tengo que decírtelo, AHORA LO tengo… y tengo que hablarte también de cuando mi padre y yo y un vagabundo de la calle Larimer hicimos un viaje a Nebraska en medio de la depresión para vender matamoscas. ¿Y cómo los hicimos? Cogimos trozos de tela y unos metros de alambre que doblábamos y pequeños trozos de tela azul y roja que cosíamos en los bordes. Y todo eso lo comprábamos por unos pocos céntimos y fabricamos miles de matamoscas e íbamos en el trasto del viejo vagabundo por todas las granjas de Nebraska y los vendíamos a níquel cada uno. En la mayoría de los sitios nos daban un níquel por caridad, al ver a dos vagabundos y un chaval, y mi viejo solía cantar por entonces: “¡Aleluya! Ya soy otra vez un vagabundo, un vagabundo”. Y tío, ahora escucha esto: después de dos semanas de penalidades increíbles y de andar de un sitio para otro con un calor horrible vendiendo aquellos jodidos matamoscas, empezaron a reñir sobre el reparto de las ganancias y terminaron pegándose en una cuneta y luego hicieron las paces y compraron vino y empezaron a beber y no pararon en cinco días y cinco noches mientras yo lloraba sin parar en la parte de atrás, y cuando terminaron se habían gastado hasta el último céntimo y nos encontrábamos justamente donde habíamos empezado, en la calle Larimer. Y a mi viejo lo detuvieron y tuve que presentarme ante el juez y pedirle que lo soltara porque era mi padre y no tenía madre. Sal, yo soltaba discursos muy maduros a la edad de ocho años delante de abogados que me escuchaban con mucho interés…

Teníamos calor; íbamos hacia el Este; estábamos excitados.

—Déjame que te cuente algo más –le dije yo– y es sólo un paréntesis dentro de lo que tú me estás contando y con el fin de terminar lo que te decía antes. Una vez de niño iba en el asiento de atrás del coche de mi padre y me vi cabalgando en un caballo blanco que corría junto al coche salvando todos los obstáculos. Saltaba cercas y sorteaba casas y a veces saltaba por encima de ellas si yo las veía demasiado tarde; subía montañas, pasaba como un rayo por plazas llenas de tráfico que yo tenía que evitar con una rapidez increíble…

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! –dijo jadeante Dean en un puro éxtasis–. La única diferencia conmigo era que quien corría era yo mismo, no tenía caballo. Tú eras un niño del Este y soñabas con caballos; claro que no podemos admitir esas cosas pues ambos sabemos que de hecho no son más que basura e ideas literarias, pero al menos yo quizá debido a mi esquizofrenia más fuerte corría a pie junto al coche a una velocidad increíble, a veces incluso a más de ciento treinta, saltando vallas y matorrales y granjas y hasta en ocasiones subiendo hasta una cumbre y bajando sin quedarme atrás nunca…
Hablábamos de estas cosas y sudábamos. Nos habíamos olvidado por completo de la gente de delante que empezaban a preguntarse qué estaba pasando en el asiento de atrás. En un determinado momento, el conductor dijo:

—¡Por el amor de Dios! Están haciendo que el coche se balancee –y de hecho estábamos haciéndolo al compás de nuestro ritmo y de LO que habíamos captado y de nuestra alegría al hablar y vivir y de las innumerables particularidades angélicas que acechaban nuestras almas y nuestras vidas.

—¡Oh, tío! ¡Tío! ¡Tío! –gimió Dean–. Y esto ni siquiera es el principio… y ahora aquí estamos yendo por fin juntos al E$ste, nunca lo habíamos hecho juntos, Sal, piensa en ello, vamos a recorrer Dénver juntos y a ver qué está haciendo la gente, aunque ese asunto nos importe poco, lo que importa es que LO sabemos y sabemos cómo es el TIEMPO y sabemos que todo va realmente BIEN. –Después, agarrándome por la manga, sudando, se puso a susurrarme–: Ahora fijate un poco en esos de ahí delante. Están inquietos, van contando los kilómetros que faltan, piensan en dónde van a dormir esta noche, cuánto dinero van a gastar en gasolina, el tiempo que hará, cuándo llegarán a su destino… como si en cualquier caso no fueran a llegar. Pero necesitan preocuparse y traicionan el tiempo con falsas urgencias o, también, mostrándose simplemente ansiosos y quejosos; sus almas de hecho no tendrán paz hasta que encuentren una preocupación bien arraigada, y cuando la hayan encontrado pondrán la cara adecuada, es decir, serán desgraciados y todo pasará a su lado y se darán cuenta y eso también les preocupará. ¡Escúchalos! ¡Escúchalos! –les imitó–: “Bueno, veamos, quizá no consigamos gasolina en esa estación de servicio. Hace poco he leído en el Nacional Petroffiouss Petroleum News que ese tipo de gasolina tiene demasiados octanos y alguien me dijo en cierta ocasión que hasta tiene no sé qué semioficial de alta frecuencia, y de hecho no estoy seguro de si, bueno, que en cualquier caso me parece…”. Tío, ¿los estás oyendo? –me pegaba tremendos codazos para que le observara. Yo lo hacía lo mejor que podía. Bing, bang, ¡sí! ¡sí! ¡sí! Todo era excitación en el asiento de atrás y los de adelante se secaban la frente asustados y lamentaban habernos aceptado en la agencia de viajes. Y sólo era el comienzo.

En Sacramento el marica cogió astutamente una habitación en un hotel y nos invitó a que subiéramos a tomar una copa con él, mientras la pareja iba a dormir a casa de unos parientes. Y en la habitación del hotel, Dean puso en práctica todo lo que dicen los manuales que hay que hacer para sacar dinero a un marica. Fue una locura. El marica empezó diciéndonos que estaba muy contento de viajar con nosotros porque le gustaban los jóvenes así, y teníamos que creerle, pues no le gustaban las mujeres y acababa de terminar un asunto con un hombre en Frisco en el que él asumía el papel masculino y el otro el femenino. Dean lo atosigó con preguntas y asentía a todo. El marica decía que le gustaría mucho saber lo que pensaba Dean de todo aquello. Después de advertirle de que en su juventud a veces había sido un chulo, Dean le preguntó cuánto dinero tenía. Yo estaba en el cuarto de baño. El marica se enfadó mucho y cero que empezó a sospechar de los objetivos finales de Dean. No soltó dinero e hizo vagas promesas para Dénver. Siguió contando su dinero y comprobó el contenido de su equipaje. Dean abandonó el asunto.

—Ya lo estás viendo, es mejor no molestarse. Se les ofrece lo que secretamente quieren y en seguida les invade el pánico –pero había conquistado lo suficiente al dueño del Plymouth como para que le dejara tomar el volante sin reticencias, y ahora viajábamos de verdad.

Salimos de Sacramento al amanecer y cruzamos el desierto de Nevada a mediodía, después de un rapidísimo paso por las sierras que hizo que el marica y los turistas se agarraran unos a otros en el asiento de atrás. Nosotros íbamos delante: habíamos tomado el mando. Dean estaba contento de nuevo. Lo único que necesitaba era un volante entre las manos y cuatro ruedas sobre la carretera. Me habló de lo mal conductor que era Bull Lee y se empeñó en demostrarlo.

—Siempre que aparece un camión como ese que se acerca, Bull tarda muchísimo en verlo, porque no ve, no puede ver –se frotó furiosamente los ojos para demostrármelo–. Yo le digo: “¡Atención, Bull, un camión!”, y él me responde: “¿Cómo? ¿Qué me estás diciendo?”, “¡Un camión! ¡Un camión!”, y en el último momento se lanza directamente contra el camión así –y Dean lanzó el Plymouth directamente contra el camión que se nos echaba encima. Osciló y dudó un momento delante de él, el rostro del camionero se puso gris ante nuestros ojos, los del asiento de atrás soltaron gritos de terror, y se apartó en el último momento–. Así, justamente así es como él lo hace de mal. –Yo no me había asustado en absoluto: conocía a Dean. Los del asiento de atrás estaban sin habla. De hecho ni se atrevían a quejarse: sólo Dios sabía lo que Dean era capaz de hacer si se quejaban.

Dean condujo como una bala a través del desierto, haciendo demostraciones de las diversas maneras de cómo no se debe conducir, del modo en que conducía su padre, de cómo toman las curvas los grandes conductores, de cómo las tomaban los malos conductores, al principio muy cerradas y luego tenían problemas, y así sucesivamente. Era una tarde soleada y calurosa. Reno, Battle Mountain, Elko, todas las localidades de la carretera de Nevada, disparadas por las ventanillas una tras otra, y al amanecer estábamos en los llanos de Salt Lake con las luces de Salt Lake City brillando infinitesimalmente casi a ciento cincuenta kilómetros de distancia entre el espejismo de los llanos, apareciendo dos veces, por encima y por debajo de la curvatura de la tierra, una clara y otra opaca. Le dije a Dean que lo que nos mantenía unidos a todos a este mundo era invisible, y para demostrarlo señalé las largas hileras de postes telefónicos que se curvaban hasta perderse de vista sobre ciento cincuenta kilómetros de sal. El vendaje de Dean estaba medio desecho, muy sucio, se agitaba en el aire, y su rostro era pura luz.

—¡Sí, tío, Dios mío, sí, sí! –de repente detuvo el coche y se derrumbó. Me volví hacia él y lo vi encogido en un rincón del asiento durmiendo. Tenía la cara apoyada sobre la mano sana, y la vendada permanecía de modo automático cuidadosamente en el aire.

La gente del asiento de atrás suspiró aliviada. Les oí quejarse en voz muy baja.
—No podemos permitir que siga conduciendo, está absolutamente loco, debe haberse escapado de un manicomio o algo así.

Salí en defensa de Dean y me incliné hacia atrás para hablarles.
—No está loco. Se siente muy bien, y no se preocupen de cómo conduce, es el mejor del mundo.

—No puedo soportarlo –dijo la chica con un susurro histérico sofocado. Volví a sentarme y disfruté de la llegada de la noche en el desierto y esperé a que el bienaventurado Angel Dean volviera a despertarse. Estábamos en una elevación que dominaba las nítidas líneas de luces de Salt Lake City y Dean abrió los ojos al lugar de este mundo espectral donde había nacido, sin nombre y sucio, años atrás.
—¡Sal, Sal, mira, aquí es donde nací, piénsalo! La gente cambia, come año tras año y cambia cada vez que come. ¡Iiii! ¡Mira! –estaba tan excitado que me hizo gritar: ¿Adónde nos llevaría todo esto?

Los turistas insistieron en conducir el coche el resto del camino hasta Dénver. De acuerdo, nos daba lo mismo. Nos sentamos atrás y hablamos. Pero por la mañana estaban demasiado cansados y Dean cogió el volante en Craig, una zona del desierto del este de Colorado. Habíamos pasado casi toda la noche avanzando cautelosamente por el Paso de Strawberry, en Utah, y habíamos perdido muchísimo tiempo. Se durmieron. Dean se lanzó decididamente hacia la imponente pared del Paso de Berthoud que se alzaba unos cien kilómetros delante de nosotros en el techo del mundo, un tremendo estrecho de Gibraltar envuelto en nubes. Bajó el Paso de Berthoud volando: lo mismo que en el de Techachapi, con el motor parado y gracias al impulso del coche, y pasando a todos los demás vehículos y sin interrumpir nunca el rítmico avance que las propias montañas señalaban, hasta que contemplamos la gran llanura caliente de Dénver una vez más… y Dean estaba en casa.

Aquella gente nos vio bajar del coche con gran alivio en la esquina de la 27 y Federal. Nuestro maltrecho equipaje volvió a amontonarse en la acera; todavía nos quedaba mucho camino. Pero no nos importaba: la carretera es la vida.


Jack Kerouac, En el camino, Tercera Parte, Cap. 5.
Editorial Bruguera. 1982. Traducción: Martín Lendínez.

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