el campeón

22 abril 2007

De las ballenas pintadas: en dientes de madera; en planchas de hierro; en montañas, en estrellas.


Un largo exilio del mundo cristiano y la civilización vuelve inevitablemente al hombre a esa condición en que Dios lo creó, es decir, a lo que se llema el estado salvaje. El verdadero cazador de ballenas es tan salvaje como un iroqués. Yo mismo soy un salvaje que sólo debo obediencia al Rey de los Caníbales y estoy dispuesto en cualquier momento a rebelarme contra él.
Ahora bien: una de las características peculiares de estos salvajes, cuando están en su propio ambiente, es su paciencia maravillosa y su laboriosidad. Una antigua maza de guerra o un asta de lanza de las islas Hawaii es, por la variedad y elaboración de su talla, un trofeo de la perseverancia humana tan grande como un diccionario latino. Porque esa milagrosa red de incisiones en la madera se hace con un pedazo de concha marina o con un diente de tiburón, y cuesta años de trabajo constante.

[...]
En algunas de esas viejas casas campesinas con tejados a dos aguas suelen verse ballenas de bronce colgadas por la caola, a modo de llamadores, en la puerta de calle. La ballena con cabeza de yunque es muy útil cuando el portero se duerme. Pero estas ballenas-llamadores son muy poco notables en cuanto a su fidelidad. En los campanarios de las iglesias antiguas pueden verse ballenas de hierro que hacen las veces de veletas; pero están a tal altura, y rodeadas de tantos letreros que prohíben tocarlas, que es imposible acercarse a ellas lo bastante para examinarlas.
En las regiones huesudas y esqueléticas de la tierra yacen, al pie de altos acantilados, montones de rocas que forman grupos fantásticos en la llanura; entre ellas, de cuando en cuando se descubren imágenes como de leviatanes petrificados, en parte hundidos en la hierba que, en los días de viento, rompe contra ellos como un verde oleaje.
[...], cuando la idea de la ballena nos arrebata, no podemos sino ver grandes leviatanes dibujados en los cielos estrellados, con botes que los persiguen, así como los pueblos orientales, durante tanto tiempo obsesionados por la idea de la guerra, veían ejércitos en posición de batalla entre las nubes. Así, en el cielo del norte, yo busqué al leviatán en torno al Polo, en las mil revoluciones de los puntos luminosos que me lo habían mostrado antes.
[...]¡ojalá pudiera yo montar esa ballena y saltar por encima de los cielos más altos para ver si los fabulosos paraísos, con todas su tiendas innumerables, han acampado realmente más allá de mi vida mortal.





Herman Melville, Moby Dick (1851), cap. LVII.

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